LA IMPORTANCIA DEL CRITERIO

11 ENERO 2022

(Artículo publicado en eldebate.com el 13/12/2021)

 

Nos guste más o nos guste menos, la diversidad, en todas sus facetas –ideológica, religiosa, cultural, racial y hasta sexual–, es algo que, poco a poco, se ha adentrado en nuestra sociedad, para acabar asentándose en ella con vocación de permanencia. La progresión se ha visto facilitada por la confluencia de diversos factores. El primero, sin duda, la existencia de un régimen democrático, de un sistema que otorgue, reconozca y salvaguarde los derechos y las libertades del individuo; pues se hace difícil imaginar, por ejemplo, manifestaciones LGTBI en Corea del Norte, Rusia, China o Arabia Saudí, auténticos paradigmas de todo lo contrario. En segundo lugar, favorece igualmente la diversidad la cada vez mayor facilidad que encontramos para desplazarnos de un lugar a otro, gracias a disponer de una red de comunicaciones que nos permite llegar, sin mayores dificultades, a cualquier parte del mundo. Y, finalmente, y aprovechando lo anterior, no menor consideración merecen los flujos migratorios que provocan la miseria, el hambre, las guerras o, simplemente, la búsqueda de una vida mejor.
Todos estos factores hacen que proliferen las simbiosis y que lo que antes resultaba bastante uniforme y tirando a monocromático, ahora se vea plural y multicolor. Y eso está bien, porque nos ofrece la oportunidad de enriquecernos social y –sobre todo– culturalmente. Pero, de ninguna manera, debemos permitir que esta nueva realidad, lejos de fortalecernos, nos debilite o distorsione.
En nuestra sociedad, e imagino que en todas las demás, la ofensa siempre ha estado mal considerada. Las personas, como norma, procuramos no ofendernos las unas a las otras; y ahí radica uno de los principios fundamentales de la buena convivencia. Por otro lado, resulta evidente que, a medida que vaya creciendo la diversidad, mayores serán las posibilidades de que alguno resulte ofendido. Y eso es, precisamente, lo que no debe distraernos.
Las democracias consagran el respeto a las mayorías hasta el punto de que aceptamos como normal resolver los más pequeños e inocuos conflictos cotidianos por lo que decida la mayoría. A los otros, a los «vencidos», les queda sentarse en el banco de la resignación, amargo a veces, pero aceptado de antemano. En las democracias, pues, el criterio sería la preponderancia de las mayorías, sin perjuicio de que las minorías no deban caer en el olvido, pues lo uno no es incompatible con lo otro.
Un criterio, para merecer reconocimiento y respeto, debe ser firme; impermeable a las modas o a la volatilidad derivada de la inseguridad o del temor al qué dirán. Esto no quiere decir que el criterio haya de ser inquebrantable e inamovible. Eso queda reservado para los principios, que andan un par de escalones por encima. Significa sólo que tener criterio y no supeditarlo a los vaivenes del momento es algo importante en la vida.
Por ejemplo, la semana pasada la Comisión Europea hizo un vergonzoso alarde de falta de criterio. Primero, ante el canguelo a molestar a una minoría que podía sentirse incómoda por emplear el término «Navidad», recomendó a sus funcionarios que este año no utilizaran la tradicional fórmula «¡Feliz Navidad!» y que la sustituyeran por la más neutra «¡Felices fiestas!». Ante el aluvión de críticas recibidas, se desdijo y, rápidamente, dio marcha atrás. En el fondo, con la rectificación no hizo sino volver a evidenciar –por segunda vez en un mismo día– una falta absoluta de criterio, una falta de firmeza en la convicción propia, que claudica ante el temor a no ofender a unos y a otros.
En España, en cambio, el Gobierno sí tiene un criterio bien definido, que consiste en respaldar, proteger y enaltecer todo aquello que denote diversidad. Sobre todo, en los ámbitos religioso, racial y sexual. Hay tuits de Sánchez destinados a contentar a los musulmanes, pero ni uno sólo dirigido a hacer lo propio con los católicos, que los multiplicamos en número; muchos para complacer a los colectivos de sexualidad «distraída» (por unificarlos bajo un solo término), pero ninguno secundando de forma específica la heterosexualidad, abrumadoramente mayoritaria entre nosotros; abundantes apoyando a los pobres inmigrantes, inexistentes los que resaltan la extranjería del delincuente (tema éste, tabú donde los haya); los que queramos respetando los derechos contrarios a la vida, nulos los favorables a quienes la defienden de verdad. El criterio de Sánchez es salvaguardar las nuevas minorías llegadas con la diversidad frente a las mayorías conformadas por nuestra propia esencia.
Con ello pretende mostrar progresismo y modernidad, pero sólo muestra una fatídica debilidad. Miedo a ofender a colectivos minoritarios. Miedo a su reacción. Miedo a que los fundamentalistas de lo políticamente correcto se le tiren encima. Miedo a desagradar. Sánchez y su Gobierno no tienen en cuenta el pensamiento mayoritario, les da absolutamente igual. Su criterio, en este sentido, no es democrático. Es claro y firme, eso sí; pero está sustentado en la cobardía, en el miedo y en el temor. Es un criterio viciado, que no emana de unos principios sólidos (que parecen provocarle urticaria). Sánchez podría haber aprovechado la riqueza que trae consigo la diversidad, pero, en lugar de eso, ha preferido desmenuzarla y extraer algunos de sus componentes para utilizarlos interesadamente, aun dando con ello la espalda a su propia sociedad. Al menos, a su gran mayoría.

 

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