CAMINO A CARACAS
(Artículo publicado en «La Razón», el 18 de octubre de 2021)
Con escasos días de diferencia, he conocido tres sucesos ocurridos en la zona alta de Barcelona: tres latinoamericanos –si lo eran, lo eran– atracaron al hijo de una amiga mía a punta de pistola en las inmediaciones de su casa, en la calle Manuel Girona, cuando regresaba de una cena. No querían ni el reloj ni el móvil. Sólo dinero.
No lejos de allí, y también de noche, un señor de setenta años –amigo de un amigo mío–fue derribado de su moto por un numeroso grupo de jóvenes encapuchados. El motivo, esta vez, no fue robarle, sino, al parecer, pasarlo bien y distraerse. Lo tiraron al suelo, lo patearon, lo apalearon y se fueron sin más. No era una manifestación ni reivindicaban nada. Simplemente, se divertían.
Y, por último, mi hijo me enseña un vídeo de una pelea en la puerta de una conocida discoteca de la calle Tuset que suele frecuentar, en la que un chico mulato esgrime una pistola que, afortunadamente, no llega a usar.
Si yo, de primera mano, tengo noticia de estas historias, cuántos más no habrá que conozcan otras parecidas…
Barcelona aún no es Caracas o Tijuana, pero estamos en la senda. Peleas y escaramuzas siempre ha habido, sí; pero antes, que aparecieran navajas y machetes era noticia. Ahora, lo más normal. Las navajas de entonces hoy ya son pistolas y cada vez asoman más. Porque aquí no pasa nada. El maleante campa a sus anchas con la tranquilidad de que su captura sale barata, casi de saldo. Es como si la ley la hubiesen redactado en asamblea los reclusos del peor de los penales. Somos el hazmerreír de los chorizos, sobre todo de los extranjeros que alucinan con el trato que aquí se les dispensa, en comparación con el que recibirían en sus países de origen. Y, claro está, se produce el efecto llamada. ¿Tapar su nacionalidad? No hay racismo cuando promulgas idéntico trato para el nacional que para el extranjero. Eso sí, un trato duro, bien duro, para quienes se ríen a diario de nuestra ley, pagándolo el honrado ciudadano.
La policía, pobre, bastante tiene con cuidar de no romperle una uña al delincuente cuando se enfrenta a él. Porque, tras la ley, surge un segundo obstáculo: la alcaldesa y su empeño en proteger al desamparado, que eso da buenos votos. Pero no olvide, Sra. Colau, quién es el verdadero desamparado. El voto del hartazgo y del sentido común acabará con usted y con la inseguridad a la que ha puesto alfombra roja, pretendiendo esgrimir un falso progresismo mal entendido. Así será porque los decentes, somos más.