VÍNCULOS ROBUSTOS
(Artículo publicado en «La Razón», el 24/05/2021)
Dos conocidas mías hasta hace poco no se hablaban. De guardar una amistad estrecha, pasaron a no dirigirse la palabra y a vetarse mutuamente en las comidas, cenas y demás reuniones habituales entre amigos, con la incomodidad que eso provoca al anfitrión del sarao. El motivo de la ruptura no lo recuerdo bien, pero era alguna chorrada. Nada grave, desde luego. En su día, me lo contaron; pero debí olvidarlo al poco, dada mi tendencia –quizás, virtud– a no retener en la memoria las cosas que me provocan escaso o nulo interés.
Ahora, se han reconciliado; y, para celebrarlo, se van juntas de viaje con sus parejas. Tócate los estos: ayer ni se hablaban, hoy recapacitan y mañana, a hacerse fotos abrazadas ante la torre de Pisa, a reír juntas a mandíbula batiente y a recuperar el tiempo tontamente perdido. De la noche al día, en un par de horas mal contadas.
A mi entender, ahí no hay verdadera amistad. Un hecho grave puede hacer añicos un sentimiento profundo, forjado durante largo tiempo; pero una memez, no. Si la forja ha estado bien labrada, la seriedad del hecho fracturante necesita ser incuestionable y de tal calado que el perdón, aun posible –siempre lo es–, resulte difícil, y su falta comprensible. Que no te inviten a una fiesta o que te critiquen a las espaldas puede provocar malestar, por supuesto, pero no romper un vínculo robusto. Con el amigo, hablas; no cortas, sin más, la relación.
Reconciliarse es bonito, pero más lo es no tener que llegar a hacerlo. Y para conseguir esto último resulta muy útil salvar el enorme escollo de la susceptibilidad, un mal demasiado extendido en nuestra sociedad, que tiende a convertir lo superfluo en insalvable. Uno se siente mejor enterrando las suspicacias, apreciando las intenciones por encima de los actos o de su resultado, y pensando que la gente no busca siempre herirte con todo.
Una reconciliación trae alegrías renovadas. Generalmente, también, reconocimiento de la infantilidad que provocó el enfado. Pero es preferible no tener siquiera que darle una oportunidad, evitar llegar a ella, rehuyendo torpedear nuestras relaciones por cuestiones intrascendentes.
La fortaleza del vínculo se demuestra con su inquebrantabilidad; la de la apariencia, por su fragilidad. Retirar la palabra a alguien por lo que sólo el rencor, que no una gravedad objetiva, te trae a la memoria no es de personas que se quieran de verdad. Tampoco es inteligente. Y lo digo sin acritud. Por favor, que nadie se ofenda.