NUESTRO PUÑETERO PADRE

12 AGOSTO 2020

Escucho a Miguel Rellán en una entrevista que le han hecho en el programa «Espejo Público». El actor ha superado recientemente la COVID-19, lo que le convierte en un contenido atractivo para cualquier magacín televisivo. Hablando maravillas –como no podía ser de otro modo– del personal médico-sanitario que le atendió mientras estuvo ingresado, cuenta que algunos de estos profesionales le comentaban, para su desespero, que varios pacientes del hospital les reconocían no haber sido del todo disciplinados en el tema del uso de la mascarilla, o que se habían contagiado en reuniones familiares, o con amigos o, en general, dando pábulo a su vida social, prescindiendo, claro, de las normas elementales de protección para el contagio propio y ajeno. Normas que nadie, absolutamente nadie, hoy en día puede decir que desconoce.

Rellán es un actor magnífico, especialmente en papeles cómicos. A mí es un tío que me hace muchísima gracia. Pero ahora se mostraba serio cuando explicaba que, pese a su fatiga tanto física como mental, los sanitarios atendían a esos pacientes como a cualesquiera otros, con idéntica profesionalidad, pero en su caso desoyendo a la vocecita interna que les incitaba con fuerza a enviarlos a todos a freír espárragos. «Pues ahora te va a atender tu puñetero padre, majo», dijo que, según le habían comentado, pensaban varios profesionales cuando conocían el modo en que se habían contagiado los susodichos. De hecho, hizo una pausa entre «tu» y «puñetero», para encontrar un eufemismo que sustituyese al calificativo más coloquial que parecía venirle naturalmente, y que resultase más acorde con el horario infantil en que se emitía el programa.

Sea como fuere, la vocación de los médicos, enfermeros y demás personal terminaba por imponerse, ahogando su impulso natural, más que comprensible.

Muchas veces he imaginado una situación en la que, en una emergencia (un incendio, una riada o un rescate en la montaña, por ejemplo) un etarra o cualquier otro enemigo declarado de las fuerzas de seguridad del Estado (de los que han proliferado en los últimos años, especialmente en mi tierra), tuviese que pedir ayuda a un guardia civil o a un militar para salvar su vida o la de un familiar, ante la inminencia de lo irremediable. Nadie duda lo que haría el servidor del orden y la seguridad. Tampoco lo dudaría, a buen seguro, el etarra o su correligionario.

Resulta fácil y cómodo: te cagas en su puta madre, los desprecias, les deseas lo peor (incluso la muerte), hasta que… los necesitas. Entonces, ya, si eso, aparcas tu odio a un lado y lo dejas para otro momento. Como los hoteleros que expulsaron de sus establecimientos a los policías españoles con lo del prusés, que hoy imploran a todo español viviente, sea o no miembro de las forces d’ocupació –eso ahora importa menos– que acuda a llenar sus habitaciones y restaurantes vacíos, ante la ausencia de turismo extranjero.

Ahora ocurre algo parecido, salvando las distancias. Gente que pasa de todo; que se va de botellón, de fiesta o a cenar con sus amigos. Comidas y cenas, que no falten. El otro día estuve invitado –no acudí– a una comida para treinta personas, sin ir más lejos. «No pasará nada» –tendemos a pensar. Total, la probabilidad es muy baja. Y, si pasara, que Dios no lo quiera, ahí estarán los médicos para curarnos y los demás sanitarios para ocuparse de nosotros. Que para eso están, oye, que para eso cobran.

Sí, claro que estarán. Sufriendo y extenuados, pero estarán.  No los veremos en el botellón, en la fiesta o en la cena. Ahí, seguramente no. Ahí no, porque saben lo que hay en juego, lo ven cada día; y porque no habrán tenido tampoco tiempo ni fuerzas, pues habrán estado demasiado ocupados atendiendo a sus pacientes. A todos: a los que simplemente han caído en desgracia y también a los irresponsables que iban comprando números y más números para contagiarse (y convertirse también en agentes contagiadores).

La diferencia es que ahora nadie desea el mal a nuestro admirado personal sanitario. Todo lo contrario. Pero tampoco hacemos demasiado, precisamente, para aliviarles de ese mal; para intentar que no tengan que atendernos a nosotros, para liberarlos de su carga de trabajo y, con ello, para reducir su exposición al virus. Ellos no se contagian en las cenas, en los botellones ni en las fiestas. Ellos lo hacen por cuidar de nosotros, en el hospital, en las trincheras. Lo harán siempre poniendo buena cara, aunque por dentro piensen, en muchos casos, que nos debería curar nuestro puñetero padre.

2 comentarios para "NUESTRO PUÑETERO PADRE"

  1. IGNACIO MORILLO - 13 agosto, 2020 (6:05 am)

    Muy bueno, Sebas

    1. Sebas Lorente - 13 agosto, 2020 (8:17 am)

      Gracias. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo y gracias por tu comentario.

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