LA VERGÜENZA DEL AVESTRUZ

7 JULIO 2020

Siendo adolescente, una noche unos amigos convinieron –con buen criterio– que ya no procedía que siguiera bebiendo más aquella noche y decidieron llevarme a su casa. Me dejaron tumbado en un sofá –las habitaciones estaban en el piso de arriba y no es que yo colaborase mucho con la marcha, pues apenas me mantenía en pie– y volvieron con el resto del grupo para seguir disfrutando de la noche. Al poco, la Topa, que así se llamaba la perra que tenían, empezó a ladrar y se encendió la luz de la escalera. Escuché la voz que más podía temer en aquel momento: la de su madre.

–¿Quién hay ahí?

Ante la que me iba a caer encima, decidí permanecer inmóvil y hacerme el dormido. Entreabriendo mínimamente uno de los párpados, pude ver a Mª Paz –ese es su nombre– encender la luz del salón y descubrir que era yo quien yacía medio muerto en el sofá. Sin decirme nada, apagó la luz y volvió a su habitación. «¡Lo conseguí!» –pensé con ingenuidad infantil–: «¡No me ha visto!».

Así se lo conté, orgullosísimo de mi ingenio, a mis amigos cuando regresaron a la casa y me acompañaron, esta vez sí, a una de las habitaciones: que había bajado su madre, pero que yo me había hecho el dormido y que, entonces, no me había visto.

Todavía nos partimos de risa cuando lo recordamos…

Y es verdad que para no sentir vergüenza muchas veces es mejor no abrir los ojos. Esconder la cabeza como hace el avestruz. Claro está que, en el fondo, no sirve de nada, no evita que lo que esté sucediendo ocurra igualmente ni que los demás dejen de percibirlo; pero el simple hecho de apartar la mirada, de no verlo con nuestros propios ojos, aun conociendo la evidencia de lo que sea, no deja de tranquilizarnos y, muy a menudo, de actuar como fiel aliado a la hora de combatir nuestro claro sentimiento de culpabilidad.

Estoy convencido de que cualquiera de los jóvenes que están haciendo botellón o que acuden a fiestas como lo hacían antes de la invasión del COVID-19 conocen lo inadecuado de su conducta y, yendo más allá, también los riesgos que comporta: saben que pueden infectarse y que pueden infectar luego a más personas. A partir de ahí, juegan con la probabilidad, muy baja ciertamente, de que ello ocurra y con la más baja todavía de que las consecuencias, de haberlas, lleguen a ser trágicas o de una alta gravedad. Que asumen el riesgo, vaya. Les compensa la satisfacción del momento (beneficio) frente al eventual e improbable daño que puedan llegar a sufrir.

Del mismo modo, pese a ser conscientes de los graves perjuicios económicos que el confinamiento trae consigo (cierre de comercios y empresas, pérdida de puestos de trabajo, etc.), mientras ello no les afecte directa e inmediatamente, la cosa no les parece tan preocupante. No reparan –o no quieren hacerlo– en que estas consecuencias no traen causa directa del virus, sino del confinamiento en sí.

Me pregunto cómo reaccionaría uno de estos jóvenes que se salta las normas a la torera, asumiendo voluntariamente el (bajo) riesgo de contraer la enfermedad, en un cara a cara frente a una persona que ha quedado arruinada por haberse visto obligada a cerrar definitivamente su comercio, negocio o empresa a causa de un nuevo confinamiento ordenado en la ciudad o en el pueblo en el que tuvieron lugar los botellones o las fiestas a los que acudía el joven. Solos. Sin testigos. Mirándose a los ojos.

Imagino que el joven se exculparía diciéndole que él no podía evitar una fiesta, reunión o botellón al que iba «todo el mundo»; que se hubiesen celebrado igual, incluso sin él. Pero también pienso que, en ese cara a cara, y en su fuero interno, sí albergaría un cierto sentimiento de culpabilidad, aunque fuera pequeño, al ver el enorme daño sufrido por esa otra persona y su familia. Una sensación de haber sido copartícipe de algo que se ha hecho mal y, además, a sabiendas de ello. Imagino que al joven la situación le resultaría incómoda y que, si pudiera, le gustaría desaparecer de ahí, desvanecerse; que habría agradecido poder emularme en mi anécdota con la buena de Mª Paz, cerrando los ojos para creer que así, al no ver él, se volvía invisible para la otra persona. Imagino que le hubiese gustado ser avestruz por un momento, para esconder la cabeza y evitar la vergüenza.

Y como generalizar es siempre injusto pues hace pagar a justos por pecadores, lo dicho de los jóvenes es asimismo aplicable a cualquier persona que, sin necesidad de acudir a una fiesta o a un botellón, pero igualmente de forma egoísta y para obtener un beneficio instantáneo, no repare en el daño que su consciente conducta inapropiada puede provocar a otras familias.

Eso sí, ninguno nos consideraremos culpables de lo que a otros les ocurra porque, en definitiva, no habremos sido los causantes directos del daño. Sólo habremos sido los indirectos.

 

2 comentarios para "LA VERGÜENZA DEL AVESTRUZ"

  1. Pecho, el Lobo - 8 julio, 2020 (10:48 pm)

    Mu bienn Sebastiannn
    Ojalá te hagan caso.

    1. Sebas Lorente - 9 julio, 2020 (8:50 am)

      Bueno, al menos que recapacite alguien. Gracias por comentar. Un abrazo.

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