¡POBRE ANA JULIA…!

12 SEPTIEMBRE 2019

Quien más quien menos, pienso que todos los abogados hemos pasado en alguna ocasión por esa conversación informal en la que se nos pregunta si seríamos capaces de defender a un terrorista o a un violador, o si podríamos negarnos a hacerlo si se diera el caso. El argumento de manual, el sencillo, es que si los derechos fundamentales esto, que si los derechos humanos aquello otro, que todos tenemos un derecho a ser defendidos, bla, bla, bla… Yo, incluso cuando ejercía la profesión, nunca utilicé esa explicación. Mi respuesta era y sigue siendo que yo no lo haría, que yo no defendería a cualquiera y que, además, sí que puedes negarte a hacerlo.

Cuando veo la defensa que ejerce el abogado de Ana Julia, la asesina confesa del pequeño Gabriel, se me revuelven las tripas, como imagino a cualquier persona con un mínimo, pero mínimo minimísimo, de decencia y sensibilidad. Y no es lo mismo que siento cuando veo, por ejemplo, a abogados defendiendo a terroristas de ETA, pues en estos casos presumo la complicidad ideológica entre los asesinos y sus defensores, es decir, que imagino que éstos no andan muy en desacuerdo con las acciones criminales que hayan cometido sus deleznables clientes.

Ahora es distinto. No me creo que al abogado de Ana Julia le parezca más o menos aceptable lo que ha hecho su defendida. Y sin embargo, conocedor como es –él mejor que nadie– de la verdad, no sólo acepta el encargo de defenderla, sino que, además, lejos de limitarse a cumplir diligentemente con su obligación profesional, velando para que el juicio revista todas las garantías procesales e intentando que la condena a su cliente sea la que merece con arreglo a la ley, y no más gravosa, instruye con cinismo desvergonzado a la indeseable para que explique una historia diferente, con la que podría eludir varios años de cárcel, si llegase a tragársela el jurado. Y también la alecciona sobre cómo conviene que vaya vestida al juicio (de blanco angelical) para causar mejor imagen y, por supuesto, le indica que sería estupendo echarse a llorar como una desconsolada víctima en el acto del juicio. Él sabe el delito que ha cometido y conoce la pena que le corresponde; y, pese a ello, defiende la mentira, el relato falso que él mismo ha creado, con la única finalidad de que esa pena sea muy inferior a la –en este caso más que nunca– merecida. En otros casos de delitos menores, esto lo puedo entender. Pero no en este.

Y que nadie me venga con lo de la presunción de inocencia, pues esta figura, de corte estrictamente jurídico, tan sólo cuenta en el ámbito judicial. Son los jueces los que tienen que respetarla y están obligados a ello; pero ni yo ni nadie fuera del proceso. Yo presumo culpable a quien me da la gana y tengo todo el derecho del mundo a ello. ¿Quién, en su sano juicio, presume inocentes a los yihadistas que aparecían en vídeos asesinando de las formas más crueles imaginables a rehenes occidentales? ¿Alguien lo haría con el noruego que, sin más, acribilló a balazos a 77 jóvenes en la isla de Utoya, en 2011, y que se continúa jactando de ello? Sólo los jueces están obligados a respetar esa presunción meramente jurídica y tan contraria a la moral cuando la evidencia criminal se aparece incontestable. Los jueces y nadie más y, por ello, nadie debe sentirse alicortado por una presunción procesal que en nada afecta a su libre valoración de los acontecimientos.

Por lo tanto, no veo llorar en el juicio a ninguna presunta de nada, sino a una auténtica desalmada, abyecta y calculadora asesina, a la par que una perversa hija de puta con todas sus letras. Y veo también a un despreciable abogado –desamparado éste de toda presunción– que la acaricia, la consuela y que pone toda su ciencia al servicio de una solución que sabe inmoral e injusta. En España los abogados no tenemos –todavía– la malísima fama que acompaña a la profesión en otros países, como en Estados Unidos; pero con ejemplos como el mencionado no entorpecemos precisamente el crecimiento de la misma.

No creo, por otro lado, que la burda estrategia del letrado de la asesina logre engañar a nadie, ni mucho menos al jurado, que tendrá la oportunidad de valorar todas las demás pruebas que pondrán de manifiesto la aplastante verdad de lo ocurrido. No me imagino a nadie del jurado, ni a ningún telespectador, ablandándose ante las falsas lágrimas de esa pérfida asesina, vestida de blanco angelical para la ocasión. No espero que la escenificación de la farsa vaya a ablandar corazón alguno y, así, no veo a nadie diciéndose a sí mismo «¡Pobre Ana Julia…!» tras haber presenciado el paripé de su actuación en alguna televisión. Espero que el peso de la ley caiga sobre ella en su justa medida, es decir, y lo que es lo mismo, con toda su contundencia. Y el abogado, que lleve su ignominiosa defensa en su conciencia por el resto de sus días.

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