«INFLUENCER»
Leo una entrevista publicada en La Vanguardia al siempre brillante, guasón y ocurrente escritor Quim Monzó en la que comentaba que, en su perfil de Twitter, se definió durante algún tiempo como Influencer; pero que pronto lo cambió porque dudaba de que la gente se percatara de la ironía y pudiera tomárselo en serio.
Quim Monzó, quiera que no, es un influencer en cuanto que sus opiniones son tenidas en cuenta por el público y generan debate. Hacen que la gente hable de él, más allá de que sea ése su propósito, lo que, ya de por sí, podría abrir uno de aquéllos.
No veo, sin embargo, al mordaz articulista inundando las redes sociales con fotos suyas tomadas a cualquier hora del día, en cualquier situación y en cualquier lugar.
Sé que hay personas, los modernos influencers, que se ganan la vida –y muy bien, por cierto, algunos de ellos– de esta manera. Es la nueva publicidad: las marcas les pagan atendiendo al número de seguidores que tienen y sabedoras de que cualquier foto que suban a Instagram –luciendo, por supuesto, algún producto de la marca en cuestión–, va a ser vista por ingentes cantidades de personas. Eso es un negocio y bien respetable, por supuesto. De hecho, para el influencer, es un chollo de negocio.
Luego están los aspirantes a influencer, los influencer amateur que ni siquiera aspiran a ganarse la vida de esa manera, sino que simplemente hacen lo mismo que el profesional, pero sin cobrar un duro, y con la única finalidad de satisfacer un narcisismo tal vez inconsciente. Por lo general, se trata de jóvenes (chicas, en su mayoría) de físico agraciado –éste es un rasgo común, casi más un requisito indispensable– que cuelgan constantemente fotos suyas realizando actividades varias, pero de lo más cotidianas: en el gimnasio, corriendo al aire libre (perdón, haciendo running), practicando yoga, sentados en un jardín, en una terracita, o lo que sea. Me llama especialmente la atención cuando se hacen la foto sin mirar a la cámara, como si se la hubieran sacado casualmente o como si un paparazzi las hubiera pillado in fraganti. De hecho, siempre pienso en el pobre acompañante al que le deben pedir que les haga la foto –porque alguien la tiene que hacer–, que debe terminar de ellos hasta el gorro: «¡Corre, hazme una foto aquí!», «¿A ver cómo ha quedado?», «¡Uy, no! Otra, otra, hazme otra…». Y, si el acompañante falla (imagino que, en ocasiones, cansado de la tontería y habiendo sido hábil en el escaqueo), siempre queda el recurso del selfie.
Yo es que no soy mucho de estar todo el día poniendo fotos mías mostrando al personal todo lo que hago a todas horas. Pienso que eso no guarda interés alguno, la verdad. ¿A quién le puede interesar saber que estoy entrando en el súper o, qué sé yo, que me estoy comiendo un bocata de sardinas? Llamadme antiguo, pero yo soy más de poner fotos en las que yo no sea el centro (o el único centro) de atención: fotos con amigos, fotos de viajes, en lugares especiales, fotos curiosas, divertidas, etc. Y, desde luego, sin periodicidad alguna. Cuando se da el momento y punto; sin ataduras, ni tampoco para satisfacer necesidades egocéntricas.
Con la reciente publicación de mi libro, ha pasado algo de esto. Veo a otros autores machacando las redes sin descanso ni perdón, subiendo fotos suyas y de sus libros a todas horas. Que si ahora estoy aquí, que si ahora estoy allá, que si mi libro tal, que si mi obra cual, que si estoy teniendo tantísimo éxito (o quiero aparentar que lo estoy teniendo, que también)… Un auténtico sinvivir. Algunos utilizan a los Community Manager –yo lo hice durante un tiempo–, pero son menos de los que os podéis imaginar, creedme. Y al CM, en cualquier caso, le tienes que enviar igualmente las fotos, por lo que, de todos modos, tienes que hacértelas y, así, marear a alguien para que te las haga, enviarlas, etc. Luego, además, está el tiempo que pierdes haciendo las composiciones de imagen y texto; el que dedicas a incorporar pijaditas de las múltiples que te ofrecen las diferentes aplicaciones del móvil; el que empleas en comprobar cuánta gente ha mirado y/o comentado tu publicación, el que aplicas a contestarles…
Hombre, como estrategia de promoción, no me parece mal. Ahora bien, en su justa medida; sin abusar, ni cansar. Al principio, estuve tentado de seguir yo también ese mismo modelo, pensando que, si los demás lo hacían, debía ser lo correcto en este nuevo mundo –el editorial– que me resultaba tan desconocido. Pero lo cierto es que a mí me da bastante vergüenza hablar bien de mí mismo e incluso hacerlo de mi libro. El éxito que pueda llegar a tener ya se verá y creo –y espero– que dependerá más del boca-oreja de los lectores a los que les haya gustado, y de la publicidad gratuita que, en sus respectivas redes sociales, puedan hacer –ellos sí– del mismo; que no del postureo y del bombo más o menos exagerado que le pueda dar yo mismo.
Vamos, que renuncio a ser un influencer amateur, aun a costa de promocionar menos mi libro. Algo de pereza también hay en ello, no os voy a engañar, porque, desde luego, el tiempo que te lleva la tarea tampoco es moco de pavo, y yo prefiero dedicarlo a otros menesteres. Así que, si algún día pongo en mi Twitter que soy influencer (cosa que dudo mucho), espero que sea por haber alcanzado el éxito por alguna vía que no sea el agotamiento de mi imagen en las redes sociales. Espero ser influencer a lo Quim Monzó, vaya.