El pobre Julito
Julito solía dejarse caer todos los días por el bar de Elpidio, a eso de las siete y media de la tarde. A esa hora, era habitual que se organizase una partidita de mus con los cuatro primeros que se juntasen en el lugar, haciendo de mirones los que no habían podido coger sitio inicialmente en la mesa. Así había sido durante los treinta y ocho años de vida que tenía el bar del pueblo.
Pese a no ser Julito – ni de lejos – el más cultivado de los amigos que allí se reunían (se ganaba la vida con su tienda de productos informáticos), su voz siempre resaltaba por encima de la de los demás. Cuando alguien había estado en un sitio, Julito, aun a pesar de su juventud, resulta que ya había estado ahí veinte veces. Si alguien quería contar un chiste, Julito ya se lo sabía. Julito era dicharachero, locuaz y simpático; pero por encima de todo, era bastante fanfarrón e irrespetuoso con los demás. En la lista de sus cualidades, el respeto a los demás ocupaba un lugar bastante relegado; y la humildad, por supuesto, se hallaba en puestos de descenso. Lo que él hacía – y para él, lo hacía prácticamente todo bien – era harto elogiable; pero no lo era tanto cuando lo hacían los demás. Le encantaba escucharse a sí mismo, reírse de sus propios chistes y que le dijeran lo guapo que era y lo bien que lo hacía todo. Sin duda, el mejor público de Julito era el propio Julito.
Aquel día, en la mesa de mus estaban jugando el Dr. Baena, médico del pueblo que cada año destinaba sus vacaciones a prestar ayuda humanitaria en algún país del tercer mundo; Rosendo, el farmacéutico; Jesús, un mayorista de fruta y Osvaldo, un ingeniero opositor venezolano que tenía prohibida la entrada en su país por ser contrario al régimen chavista, y que por tal motivo había estado preso cinco años, habiendo huido de prisión.
Julito y dos personas más estaban ejerciendo de mirones en la partida. Después de cada mano, retronaba la voz de Julito riéndose y ridiculizando a quien – a su juicio – se había equivocado, corrigiendo y diciendo cómo se tendría que haber jugado. No podía ser menos, ya que Julito sabía de todo – y por supuesto, de mus – más que cualquier otro.
Lo que no sabía Julito es el tremendo favor que prestaba diariamente a quienes le rodeaban.
Por ejemplo, Osvaldo tenía una vida como para escribir cuatro libros; y el Dr. Baena, las había visto de todos los colores. A lo largo de sus vidas, habían aprendido la importancia capital de una cosa: aprender. Ambos sabían que nunca es tarde para aprender y que jamás se llega a aprender todo lo que sería deseable. Pero, sobre todo, habían aprendido que sólo puede aprender aquél que tiene voluntad de hacerlo, aquél que admite el vacío de sus deficiencias y busca rellenar esos huecos a través de la voluntad y del aprendizaje. Y, desde luego, ellos ansiaban aprender para poder mejorar en cualquier campo, y como no, también en el personal.
Como se aprende tanto de lo bueno como de lo malo, Julito les era de una ayuda inestimable, por supuesto sin siquiera sospecharlo. Les mostraba, por pasiva, el valor de la humildad y del respeto. Les mostraba diariamente, con su ejemplo, cómo no querrían ser y cómo evitarlo. Sabían que, de parecerse a Julito, querrían cambiar y buscarían la voluntad para hacerlo. Le estaban profundamente agradecidos a Julito. Y al pobre, que lo sabía todo, se le escapaba este detalle.
Sebas,
Francamente insulso e intrascendente….. .
Fdo.: Julito
Jajaja… venga, Julito, no te lo tomes a mal… Mira el lado positivo: tienes un potencial enorme de mejora por delante! Aprovéchalo!! 😉